Alan está vivo: un relato de Jaime Bayly
Barclays y su esposa Silvia están cenando un sábado por la noche en un restaurante de comida uruguaya (cenan allí todos los sábados) cuando una mujer de mediana edad, vestida de blanco, se acerca a Barclays y le dice:
-Mi amiga quiere decirte algo.
Sorprendido, Barclays le pregunta:
-¿Y dónde está tu amiga? ¿Quiere decirme algo por teléfono?
Como tiene un programa de televisión, Barclays está acostumbrado a que le pidan una foto, o grabar un saludo, o una entrevista en su programa, o ayuda para publicar un libro.
-Mi amiga está allá, al fondo, en la esquina -dice la señora de blanco, señalando una zona del restaurante que está vacía y parece cerrada para los comensales.
Barclays presiente que se trata de una emboscada, que van a decirle algo desagradable, van a reprocharle algo que escribió en sus relatos semanales o que dijo en la televisión o que publicó en una novela. Por eso, sin levantarse de la mesa, a riesgo de parecer maleducado, le dice a la señora de blanco:
-Si tu amiga quiere decirme algo, que se acerque a mi mesa, por favor: yo no voy a levantarme y dejar sola a mi esposa.
La señora de blanco se retira, levemente ofuscada, y enseguida regresa con una mujer que parece su amiga o su hermana: de mediana edad, vestida con colores claros, de facciones refinadas, esa señora atractiva y elegante mira a Barclays con tranquila determinación y le dice, sin que este se ponga de pie para saludarla, pues no sabe quién es, no la ha reconocido:
-No sabes cuánto le dolió tu columna.
Barclays permanece sentado. Comprende que la mujer está haciéndole un reproche por algo que escribió. Como no la ha reconocido, piensa que es amiga, pariente o colega de un actor que se suicidó recientemente. Barclays piensa que esa señora lo está amonestando por una columna satírica que escribió hace pocos meses, haciendo escarnio de sí mismo y del actor que unas semanas más tarde se quitó la vida.
-¿A qué columna te refieres? -pregunta, mortificado, a la defensiva, creyendo que la mujer desea atormentarlo por el suicidio del actor.
Como hay un bullicio en el restaurante, como las mesas están muy cerca unas de otras, como no se ha puesto de pie para saludar caballerosamente a la señora que le hace el agrio reproche, Barclays escucha con dificultad cuando ella le dice:
-No sabes cuánto le dolió tu columna a Alan.
Recién entonces, torpe y lento, sordo y miope, Barclays comprende que la mujer que le hace el reproche es la viuda del expresidente peruano Alan García, quien se suicidó tres años atrás, de un disparo en la cabeza, cuando los fiscales llegaron a su casa en Miraflores para arrestarlo.
-Alan pensaba que lo veías como una figura paternal -prosigue la viuda del expresidente.
No dice Alan García, no dice García, no dice el expresidente o el presidente: alude al político suicida como Alan, que es como lo llaman coloquialmente sus compatriotas, incluso quienes todavía lo odian.
Barclays piensa que es tarde para ponerse de pie y solo alcanza a comentar:
-Sentí mucho su muerte. Me dio mucha pena. Y así lo dije en mi programa.
Barclays piensa que el expresidente no debió interrumpir su vida: debió dejarse arrestar, dejarse encarcelar, batallar legalmente para demostrar su inocencia, si era inocente. Si no se hubiese suicidado, quizás ahora estaría libre. Y si no estuviese libre, podría leer y escribir en prisión y ver esporádicamente a la mujer que ahora es su viuda y a sus seis hijos, uno de ellos todavía adolescente cuanto se quitó la vida. Pero, por supuesto, no le dice nada de eso a la viuda.
-Sí, yo vi tu programa -dice ella-. Gracias por recordarlo con cariño.
A continuación, vuelve a sembrar la culpa en la mesa de los Barclays:
-Alan sufrió mucho cuando publicaste esa columna. Fue un golpe terrible para él. Se sintió traicionado. No debiste escribirla.
La viuda alude a una columna periodística que Barclays publicó hace doce años, titulada “La plata llega sola”. En aquel momento, Alan era presidente de la república y Barclays jugaba con la idea de ser candidato presidencial, una aventura que Alan apoyaba:
-Tienes que ser candidato. Tienes que lanzarte. Puedes ganar.
Como entonces eran amigos y confidentes, como Barclays visitaba a medianoche al presidente en la casa de gobierno, Alan y su novia (la mujer que es ahora la viuda que hace los reproches) fueron a cenar en casa de Barclays. En algún momento, el periodista le preguntó al presidente:
-¿Cuánto ganas? ¿A cuánto asciende tu sueldo?
Alan se permitió una risa franca y respondió:
-No seas tonto. La plata llega sola.
Seguramente quiso decir: si te inscribes como candidato, no faltarán empresarios que harán contribuciones a tu campaña. Y si ganas y eres presidente, no faltarán amigos dispuestos a ayudarte, si el sueldo presidencial te resulta insuficiente.
-Lo que te dijo Alan fue en una cena privada en tu casa -le dice la viuda a Barclays-. Era una conversación privada, off the record. No debiste publicarla en el periódico.
Tocado en su honor, herido en su orgullo, Barclays piensa: quizá la viuda tiene razón, no fue caballeroso publicar lo que Alan me dijo en privado. Pero enseguida piensa: tampoco fue caballeroso que Alan conspirase para sacarme de la televisión no una, sino dos veces, cuando advirtió que yo no era sumiso, dócil, incondicional a él.
-Mil disculpas por interrumpirlos -dice la viuda, en voz baja, con modales refinados, y se retira con su amiga vestida de blanco.
-Lo que faltaba -le dice Barclays a su esposa-. Ahora resulta que no solo soy culpable del suicidio del actor. Ahora también soy culpable del suicidio de Alan.
Debí ponerme de pie y saludar a la viuda con cariño, piensa Barclays, pero ya es tarde.
Al día siguiente, Barclays y su esposa están cenando en un restaurante de comida mediterránea (cenan allí todos los domingos) cuando un señor atildado, elegante, de mediana edad, se acerca a su mesa y le dice a Barclays:
-Tengo algo importante que decirle. ¿Puedo sentarme un momento?
-Sí, claro, cómo no -se resigna Barclays.
El caballero se sienta, pide una copa de vino, mira a Barclays y le dice:
-Alan no se suicidó. Alan está vivo. Alan vive.
Barclays piensa: un charlatán más que cree en absurdas teorías conspirativas. Por eso le dice:
-Estás equivocado. Alan se mató hace tres años.
-No -dice el señor elegante-. Alan vive en las montañas de un pueblito en Suiza.
A continuación, el atildado señor se presenta: es un abogado de apellido italiano que vive entre Madrid y Barcelona y está obsesionado en demostrar que el expresidente no se mató.
-¿Me concede quince minutos? -pregunta ceremoniosamente a Barclays.
Luego pasa a exponer su caso:
-Alan se creía Dios. Dios no se entrega. Dios no se mata. Dios sobrevive.
Barclays asiente. El abogado prosigue:
-Alan era un escapista. Sabía que esa mañana irían a su casa a arrestarlo. No tenía un plan para matarse. Tenía un plan para escapar.
A continuación, el abogado recuerda:
-Hace treinta años, cuando los militares fueron a arrestarlo con órdenes de matarlo si no se entregaba, Alan no se entregó, no se mató. Escapó. Huyó por los techos. Se escondió en casa de un amigo. Se escondió en el auto de ese amigo. Se refugió en la embajada colombiana. Pidió asilo. Huyó. Escapó. Su primer instinto no era entregarse ni matarse. Era escapar.
Barclays piensa: el abogado tiene razón.
El abogado continúa su alegato:
-Fujimori y su Rasputín Montesinos mandaron matarlo en Bogotá. Alan escapó. Mandaron matarlo en París. Alan escapó. Alan escapaba siempre.
Enseguida afirma:
-El día previo a su supuesto suicidio, Alan se despidió de sus alumnos en una universidad en Lima. Dijo que esa sería su última clase. Sabía que en pocas horas irían a arrestarlo. ¿Se quedó en su casa esperando mansamente a que llegasen los fiscales para matarse? No, claro que no. Ejecutó su plan de fuga.
-¿Cómo se fugó? -pregunta Barclays, impresionado por la elocuencia y la lucidez del abogado de apellido italiano.
-Salió por la azotea, saltó por los techos vecinos y se escondió en el cuarto falso de una casa cercana que su comando secreto había alquilado. Escapó por los techos, como huyó hace treinta años, cuando Fujimori mandó arrestarlo.
-Pero la mañana de su suicidio hubo un disparo que el fiscal escuchó, y hubo un cuerpo que el fiscal vio, y el cuerpo fue llevado a un hospital -dice Barclays-. Si ese cuerpo no era el de Alan, ¿de quién era? ¿Y cómo nadie distinguió que el muerto no era Alan?
El abogado prosigue con vehemencia:
-El comando secreto de Alan, sus dos guardaespaldas, mataron esa mañana, de un balazo en la cabeza, en el dormitorio de Alan, a un hombre alto, voluminoso, muy parecido a Alan, vestido de negro, como Alan vestía aquella mañana, a quien tenían escondido en el baño. Lo habían buscado por semanas, por meses, en todo el país, cuando Alan ya no podía salir del Perú, pues le habían confiscado el pasaporte. Lo secuestraron, apenas confirmaron su parecido físico a Alan. Lo tuvieron encerrado. Cuando llegó el fiscal, los guardaespaldas lo mataron de un solo balazo y dejaron el arma al lado para que pareciera un suicidio. Era el doble, el sosia. Mientras Alan huía por los techos con sus dos guardaespaldas, el cuerpo que se llevaban los policías no era el suyo, era el del sosia. Pero se parecía mucho a él. Y como el rostro estaba desfigurado por el balazo, era fácil confundirlos.
Sorprendido, perplejo, Barclays le pregunta al abogado:
-¿Por qué estás contándome todo esto?
-Porque quiero que me ayudes a escribir un libro.
-Lo leeré con mucho gusto -responde Barclays-. Pero debes escribirlo tú.
Luego pregunta:
-¿Y cómo escapó a Europa?
-Tenía todo el plan de fuga bien preparado. Recordarás que su ataúd no se abrió. Nadie vio su cadáver. Lo cremaron de inmediato. Hay una foto de sus hijos sonriendo el día en que lo cremaron.
Barclays piensa: este abogado, tonto no es. Yo creo que Alan se mató, pero ha logrado hacerme dudar.
-El comando secreto de Alan tenía un avión privado para sacarlo desde un aeropuerto clandestino. Así escapó. Por supuesto, ya tenía un pasaporte válido, al día, con la identidad cambiada. Con ese pasaporte huyó a Europa.
-¿Por qué a Suiza?
-Porque tiene su fortuna, o la tenía, en la banca de Andorra, cuando aún era seguro tenerla allí. Probablemente, ahora que en Andorra ya no estaría segura, la ha escondido en Suiza, la tiene en efectivo. Debes entender que Alan es un hombre muy rico. Tiene centenares de millones de euros.
-Has hecho una exposición brillante -dice Barclays-. Pero no me has convencido. Yo creo que Alan está muerto.
-No -dice el abogado-. Alan está vivo. Alan vive. Y algún día te mostraré una foto de él, en las montañas suizas donde vive escondido, sin ningún vecino cerca que pueda reconocerlo.